Las nubes no tienen formas de animales
No tengo miedo a morir, pero temo decirlo; cuando soy honesta me adentro en mi propia suerte invitándola a decidir (que la tierra tiemble en otra parte y el río solo se desborde ante el mar). Me gustaría irme como el pollo del mercado, un tajo en el pescuezo, limpio de sangre o el pavo de Navidad que encuentra la muerte lejos del verdugo y esa es su venganza, una loca carrera contra sí mismo, sin cabeza. Escucho de enfermedades, penas y muertes; el cáncer que se lleva a niños de doce en dos semanas, veneno en los huesos; tristezas tan hondas, inexplicables, como el vértigo. Cuando estuve frente a un lago del que no pude ver la otra orilla, más que el reviente incesante de las olas, necesité descansar la vista en las casas y su extraña esperanza de enraizarse. Me he bañado en un lago en verano, el agua estaba fría como un cielo sin blancas nubes. ¿Cuántas veces pregunté si las nubes avanzan o yo me detuve? ¿O he señalado sus caprichosas formas de animales como un descubrimiento por primera vez nombrado? Cuando me extrajeron verrugas del pie; anticoagulantes, nitrógeno líquido y bisturíes. Mi pie era un mapa que alguien arrojó al fuego, ni yo me atrevía a recuperarlo. Cuando pude pisar, no caminé, corrí; mucho antes no necesité gatear. Después de correr, nadé. Ida y vuelta. Ida y vuelta.