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Mariposas de tarapoto. Foto: K. Adaui

"Aire roto"

Un cuento inédito del ecuatoriano Óscar Molina

Publicado: 2014-01-24

Óscar ama escribir y, como yo, no se imagina haciendo otra cosa. Después de estudiar una maestría en Literatura en Barcelona, ha vuelto a Quito, donde se está dedicando por entero a las crónicas y a los cuentos. Hoy ha compartido un relato inédito para el blog.  

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Espero que les guste AIRE ROTO, tanto como a mí...

La señora que llevaba una caja de cartón con un pastel recién horneado las miró y pensó que eran adorables. Un hombre musculoso y en pantaloneta pasó trotando cerca, las vio de reojo, no pensó nada acerca de ellas y siguió corriendo con sus audífonos puestos. Nadie más pasó bajo ese árbol perfumado, cerca de esa silla de madera rayada con filos de llaves, en medio de ese parque con una laguna sucia y botes vacíos, durante aquel lapso de la mañana. 

La luz era tibia, el viento ligero, el domingo era nuevo. Gema y Lila habían llegado juntas hasta la silla de madera, arropadas con bufandas tejidas por mujeres como ellas: cansadas por el camino recorrido. Ninguna se bañó ni desayunó. Lo primero lo harían al regresar en la noche, cuando Irene llegara para ayudarlas. Lo segundo lo resolverían enseguida.

Irene había preparado todo la noche anterior y lo había guardado en la refrigeradora. Allí, dentro de electrodoméstico achacoso, estaba un envase plástico con las uvas verdes, lavadas, otro recipiente con dos pedazos de torta de milhojas que sobró de un cumpleaños infeliz, la jarra metálica llena de jugo de naranja natural, un suero sin abrir, y nada más. Lila fue quien sintió que la mañana estaba fría cuando salió al jardín para cortar, con dificultad, una rosa. Al volver al cuarto despertó a Gema, escogió la ropa y la vistió con lo más abrigado. Gema no tenía ganas de salir, pero las indicaciones del doctor eran órdenes. Pasear, repetía él, era bueno para la salud. Tardaron una hora y media entre vestirse y vestirle, lavarse y lavarle la cara, peinarse y peinarle con un cepillo de cerdas duras, elegir los aretes, mirarse ambas en el espejo, preparar el bolso con la comida, los medicamentos, acomodar el paraguas entre tantas cosas, reunir y guardar dinero suficiente, apagar la radio, empujar la silla por el corredor estrecho, cerrar las cortinas floreadas, girar dos veces la llave en la puerta principal y santiguarse antes de empezar a ir al parque.

Lila empujaba la silla de ruedas. Ella misma la detenía a veces para desenredar la esquina de la cobija que Gema llevaba sobre las piernas y que se atascaba entre las rueditas delanteras. Lila era también la que miraba las fachadas de las casas, el color de los buzones, las confusas direcciones de las calles, para recordar el camino correcto. Gema, en cambio, iba viendo el cemento donde aparecían una cucaracha patas arriba, colillas pisadas, escupitajos secos, hojas volantes con promociones caducas, heces de perro, pequeñas piedras rotas, césped necio creciendo en medio de la acera. Eso, y bastante más que eso, veía Gema hasta que empezó a notar un caminito de tierra en cuyas orillas se acumulaban hojas secas y grava.

— Llegamos. Mira, Gema, mira. Vinimos al parque que tanto te gusta— dijo Lila acariciando la cabeza de Gema, cubierta por un pelo suave, escaso, blanco. Después, con la misma mano, se cubrió la boca por educación, por el breve ataque de tos.

Lila, de nuevo, empezó a mirar lo que tenía enfrente para recordar dónde estaba la silla en la que descansaron la vez anterior y que les había gustado porque estaba bajo un árbol perfumado y por la vista al lago donde nadaban patos cautelosos. Un basurero, esa flecha roja apuntando en dirección a los baños, este sendero por el cual es difícil mover la silla. Sí, por aquí es el camino, recordó Lila, contenta.

La silla estaba desocupada. Salvo por el trinar de pajaritos invisibles, el ambiente era silencioso. Lila acomodó la silla de ruedas junto a la de madera, quitó la cobija de las piernas de Gema y el bolso de unos de los mangos de la silla de ruedas, se arrancó la bufanda e hizo lo mismo con la de su acompañante.

— ¿Te gusta, Gema? ¿Te gusta el parque? — preguntó Lila acercándose a ese oído al cual le había contado tantos secretos.

— Eeeeh — balbuceó Gema mirando a la persona que tenía en frente.

— ¿Que si te gusta el parque? — dijo de nuevo Lila, acomodando sus lentes, acercándose más, elevando la voz.

Gema movió la cabeza temblorosa de arriba abajo y volvió a fijar su mirada en el piso. Ambas estaban de espaldas a la laguna que empezaba a brillar por el sol. Lila, que tenía la nariz aguileña, el pelo pajoso de tanto tinte, los labios secos, sin pintar, abrió el bolso y comenzó a acomodar el envase, el recipiente, la jarra, sobre la silla de madera ¡Ay, no! ¡Qué tonta! Había olvidado la carta de felicitación que les envió Néstor y que quería mostrar a Gema como una sorpresa. No importa, lo haré cuando volvamos a casa, pensó. De repente, empezó a escuchar pasos sobre la grava. El ruido se acercaba cada vez más y ella buscaba entre los troncos gruesos y el follaje una cara que la tranquilizara. No le dijo nada de los ruidos a Gema porque, cuando estaba a punto de comentarle que no eran las únicas en el parque, vio a una mujer negra, sonriente, pequeña, que se acercaba en su dirección con una caja de cartón entre las manos.

La señora pasó frente a ellas, las miró y sonrío, pero Lila estaba tan concentrada arrancando las uvas de su racimo, que no sonrió de vuelta. Iba a pedirle a Gema que abriera la boca para dárselas pero, ¡Ay, qué tonta!, recordó que antes debía hacer algo más importante. Hurgó nuevamente en el fondo del bolso, encontró lo que quería, vio que por suerte no se estropeó en el camino y, llena de ilusión, se arrodilló frente a Gema.

— ¡Feliz aniversario! — dijo Lila mientras le entregaba la rosa de pétalos flojos a Gema.

— Eeeeh— balbuceó Gema apretándola confundida entre sus manos, como si le entregaran un objeto desconocido.

— Y bueno. Ahora vamos a celebrar con el pastel que nos regaló Irene, ¿qué te parece?

Antes de abrir el recipiente con los pedazos de torta, Lila giró la silla de ruedas y la puso de frente a la laguna cuya agua verde temblaba y brillaba sin causar molestia.

— A ver, abre la boquita… A ver… Eso es… un poquito más.

Mientras Lila intentaba meter una uva pequeñita, ya sin cáscara, en la boca desdentada de Gema, un hombre musculoso y en pantaloneta pasó trotando cerca de ellas, miró sus siluetas de mujeres mayores, no pensó en nada en particular y siguió corriendo con la música electrónica a alto volumen.

Gema comió tres uvas de mala gana y ya no quiso más. Lila comió más de tres y sin quitarles la cáscara. Luego se sirvió un poco de jugo en la tapa del termo. Lo bebió y pensó que estaba amargo, pero no le dijo nada a Gema; quizá a ella si le gustaría. Llenó de nuevo la tapa negra del termo y la acercó a la boca fruncida de su compañera. Gema gimió disgustada por el sabor amargo del jugo y casi todo el líquido se regó desde su quijada hasta su saco azul. Lila, de nuevo, buscó en el bolso y sacó un trapo blanco lleno de lunares fucsias y limpió la comisura de los labios, la quijada y el saco azul de Gema.

— Está bien, está bien, no pasó nada, no pasó nada. Tranquilita. Mejor probemos la torta — dijo Lila mirando el reloj dorado en su muñeca izquierda llena de pecas. Aún no era tiempo de darle la medicina a Gema.

La crema chantilly que cubría la torta se había impregnado en la tapa del recipiente. Lila la retiró con uno de sus dedos y la probó. Estaba deliciosa. ¿Cómo habrá estado el cumpleaños del chiquitín? Según Irene, él se divirtió muchísimo aunque preguntó todo el rato por el papá. ¡Ay, ese pobre niño!, dijo Lila en voz alta y Gema la miró con los ojos lejanos, en otro horizonte.

— Mira la torta tan rica que nos trajeron. Mira que rico está esto.

Lila cogió un pedazo de torta con la pequeña cuchara plástica y lo probó. El sabor del dulce de leche le hizo tener ganas de otro pedazo. Lo comió, se limpió la boca con una servilleta que quedó manchada con labial rosa pálido y después se retiró las migas, una por una, que habían caído sobre su saco púrpura.

— Tienes que probarlo, querida. Tienes que saborear esto. A ver, abre la boquita.

Gema recibió de mala gana el trozo de torta. Ahí lo mantuvo durante un rato, bajo la lengua, sin masticarlo, como solía hacer con los brócolis, el pollo desmenuzado, las pastillas que le daban durante el almuerzo. Lila sabía que era peor presionarla para que tragara, así que no dijo nada y se puso a recoger las migas minúsculas que se habían regado sobre el saco de Gema. Cuando terminó, volvió a mirar su saco por si alguna miga se había quedado sin limpiar. Como no hubo más, levantó la vista de sus pechos y miró hacia la laguna donde, casi lejos, casi cerca, la planicie del agua se ondulaba por el recorrido grácil de un pato. Era un pato de plumas blancas y ojos cautelosos con un delineado negro.

— ¡Mira, mira, mira! Que patito tan bonito. Mira Gema, mi…— dijo Lila tosiendo un poco por la agitación de haber hablado tan emocionada.

Su compañera levantó la cabeza temblorosa y observó el perfil del pato que, precavido, no quitaba la vista de las dos mujeres frente a él. Lila siguió observándolo y llamándolo como si fuese una niña que visita por primera vez el zoológico.

— Acércate, patito. Acércate. Cuack, cuack. Cuack cuack.

Riéndose de su propia actitud, Lila cogió otro pedazo de la torta dulce y también le dio otro pedazo, casi tan grande como el suyo, a Gema. Ella abrió otra vez la boca, gimió molesta y alojó esa masa dulce entre su paladar y la lengua, donde seguía el pedazo anterior.

El pato empezó a darse mordiscos pequeños en el cuello, a mover la cabeza, rápido, de un lado para otro. Después levantó un tanto el ala izquierda y también enterró su pico ahí. Lila no dejaba de mirarlo. Se inclinó un poco más: puso sus codos sobre sus muslos y la quijada sobre sus manos juntas, que hacían de soporte. Así, fascinada por el espectáculo sobre la laguna, divisó que una pluma blanca flotaba sola y hacia la orilla.

Lila sintió un impulso, se levantó y se acercó al lago para sacar la pluma blanca, suave, mojada. La agitó para escurrirla. La pasó sobre sus palmas, la olió, se hizo un poco de cosquillas sobre las mejillas, cerró los ojos. En eso estaba, en esos placeres breves, inesperados, cuando oyó un quejido ronco. En eso estaba, en ese otro mundo de sus ojos cerrados, negros, cuando escuchó los ahogos de Gema.

Estaba a pocos, quizá siete pasos de Gema, pero corrió. Gema tenía la cara enrojecida, los ojos llorosos, los puños apretados. Lila miró rápidamente dentro de esa boca abierta, desdentada. Escrudiñó en cada mejilla, hasta donde el paladar le permitía ver, bajo la lengua árida donde ya no estaban los pedazos de torta llenos de migas, llenos de dulce. Lila pensó en darle agua a Gema. No pudo ni siquiera destapar el termo porque, desesperada, miró que el rostro de Gema se enrojecía más y que ella boqueaba como un pez sobre una red. Ayuda. Dios mío. Ayuda, por favor, ayuda, empezó a gritar Lila. El pato aleteó y se alejó por los gritos. Ayuda, por favor, ayuda, gritaba Lila. Nadie respondía, nadie aparecía y Gema boqueaba más y más. Lila decidió buscar ayuda fuera del parque.

Volteó la silla de ruedas y empezó a empujarla en la dirección por la cual habían llegado. Avanzó hacia la izquierda. No, era hacia la derecha, qué tonta. Ayuda, por favor, ayuda. Avanzó un poco, con dificultad, y se detuvo. Ayud… tuvo otro ataque de tos. Respiró, volvió a empujar la silla y se detuvo de nuevo. Lila se puso las manos sobre el pecho y apretó. Apretó su corazón angustiado y siguió gritando. El viento que atravesaba el parque, durante ese instante, era suave, limpio, dulce.


Escrito por

Katya Adaui

¿Qué es lo que quiero contar? ¿Qué es lo que he aprendido?


Publicado en

Casa de estrafalario

Escribo para descubrir, para ser feliz, para viajar, para volar. @kadaui