Como en casa en ningún lugar
Como en casa en ningún lugar
Mamá botó a papá de casa el 23 de enero de 2000.
No me visiten, nos dice papá a mi hermana y a mí, mi nuevo barrio es peligroso. Lo invito de viaje. Es la primera vez que puedo invitar a alguien. Le prometo que lo llevaré a la selva. Él dice que no irá. Voy a buscarlo la noche de la final de la Sudamericana. Más miedo me da no verlo. Llevo dos cervezas en la mochila. Papá duda de mi voz. Me deja pasar pero me muestra la espalda. No me besa. Cuando se voltea, heridas alrededor del bigote. Me asaltaron. Me amarraron a la silla. Metieron la chompa de alpaca en mi boca y me ahogaba. Estuve horas sin poder soltarme. ¿Y qué pensaste, papá? Pensaba: No me maten porque mi hija me va a llevar de viaje. Nos tomamos las cervezas. ¡Gol! Nunca antes hemos viajado juntos. Un brujo nos entrega, frente a la catarata, un amuleto que apesta a semillas podridas. Atravesamos un puente colgante sobre un bosque que se enmaraña y continúa todopoderoso más allá de lo que uno alcanza a ver. Nos acostumbramos a esta violencia que, como la de mi madre, no pide permiso. Nos disfrazamos de nativos en una aldea donde esconden la antena parabólica apenas llegamos. Nos persigue un mono que no logra alcanzarnos porque está atado a un árbol. Comemos el pescado que pescamos. Papá me habla de su época de paracaidista en el ejército de Estados Unidos: de los tanques que manejaba en Alaska cuando el invierno era una estación infinita, de los gusanos que lo alimentaban durante los zafarranchos de guerra y del bigote que no le permitían llevar. En esa época me costaba desapegarme del bigote; ahora, de tu mamá. ¿Cómo no la voy a querer? Es la madre de mis hijas. Volvemos a la ciudad en estado salvaje; hablamos de la carne ahumada, del cacao, del río, abrumados por las revelaciones sobre nosotros mismos y de lo que nos rodea, como seres del campo que cada mañana reconocen el amado paisaje que nunca es el mismo.
Papá se queja de sus dientes. Ninguno de los dos lo sabe aún, pero ya está muy enfermo. No puede masticar. Le hablo de lo que se está perdiendo. Lo llevo a mi dentista. Por primera vez, acepta ir a un doctor. De algo nos tenemos que morir, decía. Le manda hacerse la plancha de abajo. El dentista no entiende cómo sobrevive con los dientes pegados por él mismo. ¿Los pegaba directo a la encía o a qué?, nos preguntamos. Allí está la locura de papá: regresión a la etapa de sopas y purés; herirse la boca por donde ingresa la vida. Con sus nuevos dientes sonríe. Es lo primero que hace. Esta sonrisa es mucho menor a la edad que tiene. Una sonrisa que enhebra un futuro, como la del retrato militar donde él mismo pintó el bigote que le habían prohibido.
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Mi abuela Margherita
Mi única abuela murió cuando yo tenía 16. No me lo contaron apenas ocurrió para postergar lo irreparable. Qué inútil fue ese silencio. Yo ya lo sabía. Tuve que ir al colegio, soportar las horas. Fue la primera muerte.
Cuando nací, la Nonna Rita tenía setenta y seis y usaba bastón. Desde mucho antes de envejecer ya era una anciana. No esperaba algo asombroso, parecía defenderse de la vida. Sus abrazos eran breves, no le gustaba que la tocaran mucho. Vestía faldas oscuras de tela gruesa. Nunca la vi en pantalón. Cuando era dura, era durísima; disparaba las palabras, como desde una catapulta. Luego me conmovió saberlo: en la I Guerra Mundial, a los trece años, tuvo que cavar tumbas, y en la II Guerra Mundial, soldados nazis la amenazaron con partirle la lengua contra una piedra por escucharla hablar italiano. Su historia no fue una de migración, sino de huida. De Italia a México, de México a Bolivia y de Bolivia a Perú.
Vivió entre La Victoria, Pueblo Libre y Santa Clara, cuando “todo esto eran chacras”. Nunca más viajó.
Yo era la flaca endemoniada. Así me llamaba porque corría todo el día, jugaba con barro y siempre andaba en jean. Cuando me veía con la cara pegada a un libro, me tocaba la barbilla con el bastón y me decía: Alta con la testa. La Nonna tenía un don especial para regalar lo que le regalaban, envuelto en otro papel.
Su mejor amiga era la vecina de enfrente. La señora Portugal. Ella la visitaba todos los días. Mi Nonna odiaba la palabra comadre. Jugaban Solitario, una al lado de la otra.
Le robé con meticulosidad todo cuanto pude. Estampillas, billetes antiguos, botellas de Guaraná, camafeos. La Nonna era una coleccionista.
Con los aprendizajes de casa, el carácter de mi madre y su modo de relacionarse fueron como un deja vu (de la infancia no nos recuperamos nunca). Me contaba con terror que cuando la dejaban sola en la chacra de Santa Clara, la Nonna le daba la escopeta y le decía: “Si alguien entra, tú disparas”. No toleró su divorcio de un italiano y que se casara años después con mi padre, porque era árabe y también divorciado. La insultó y le cerró la puerta. O se acostumbró o aprendió algo porque llegó a quererlo.
Una escena repetida: en cada reunión, la Nonna Rita preparaba una deliciosa algarrobina y una chicha terrible. Una sola mazorca se hundía en el balde de un violeta cadavérico. Para que los nietos pudiéramos disfrutar media copa de algarrobina, teníamos que soportar el larguísimo vaso de chicha. Todos en fila, haciendo doble cola. Vieja tortura que extrañamos.
Un misterio: la foto de una familia desconocida irrumpió alguna vez entre nuestras fotos. La Nonna nos lucía en una vitrina que mantenía actualizada. “¿Y ellos? ¿Son parientes de otro país?”, le pregunté. Me dijo: “Esa foto vino de casualidad entre las mías. La voy a dejar ahí porque me gusta que todos salgan sonriendo”. Mucho más tarde comprendí que la Nonna Rita, como cada uno de nosotros, deseaba en secreto.
La recuerdo tanto como la olvido. Miedo de la irrealidad de su voz. No tengo un solo gesto completo. No voy a idealizar. Hay sombra y hay luz.
Le heredé un mantel blanco con cuadrados azules. Lo uso de cortina en las mudanzas.
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Ambos textos aparecieron el Día del Padre y el Día de la Madre en Viú de El Comercio.